Pesadilla cumplida. Milagros efervescentes, que terminan por dejar rastros en las mentes puntiagudas, se esforzaban por dejarme revivir ese instante que ya de tan lejano parecía en su totalidad promiscuo. Felicitábanme las personas ajenas, y también los sonámbulos desconocidos, por mi alegre desdicha y mi fiebre de sopor, cuando lejos, en la letarguía de los recuerdos, me susurraba al oído la frase más pegajosa y no por eso menos azul: “jóvenes descalzos sufren por la niebla, no es una imagen esperada pero sí desenfrenada e inútil”. Yo contemplaba con mis oídos la verdad que se me acababa de anunciar y dejaba caer una mirada en la altura de tu sonrisa.
Como todos los días que empiezan por la “h” me desgarraba pensar en haberte olvidado y sentir escucharte gritando en el fondo de mi mente. ¿Gritos desesperados? No. Pero era el despertar lo que me salvaba de toda artimaña de la locura, y encontrar a la normalidad durmiendo en su ataúd.
Pudiendo escapar corriendo, prefería enfrentar a las nubes y con un disparo húmedo por el rocío, hacer desfilar mi paranoia en línea recta hacia el cielo. No encontraba en esto respuestas para mi desconcierto, pero repetir el acto me dejaba desnudo de imaginación, y frente a frente con lo que sería mi destino: el bienestar social de los caracoles ya pisados.
Aunque reconsidere mi situación actual y me encuentre estático en un punto cualquiera del universo, no podré descifrar todo el acertijo escrito en la pared sur del laberinto que me aleja de mi misterio favorito, y entonces, todo será mucho más simple, la vida me dejará espantarme al primer paso en falso, y emprenderé despavorido mi viaje en la dirección opuesta, que inevitablemente, resultará ser la correcta.